La mayor inversión del campo en agroquímicos marca una tendencia irreversible: valuar cada kilo que se produce y la tierra que lo contiene. El sector ya factura cerca de US$ 1.000 millones. ¿Explicaciones? El precio del herbicida «transgénico», el uso intensivo de un fungicida por una plaga eventual en la soja y una generosa oferta de genéricos.
¿Por qué cada metro de tierra y cada kilo de cosecha tienen hoy una importancia crucial en las inconmensurables y fértiles praderas argentinas? ¿De dónde salen los casi US$ 1.000 millones al año que ahora el agricultor invierte en herbicidas, fungicidas, insecticidas, curasemillas y acaricidas? ¿Y los millones que le insume la úrea y demás tónicos regeneradores?
El hombre de campo ya no tiene un pelo de primitivo. No se sienta desolado a la vera de los surcos mientras ante sus ojos una sequía, una inundación, una helada o una plaga arrasan con trabajo e ilusiones. Tiene plena conciencia que cada hectárea de las buenas vale US$ 10.000, que para alquilar un campo apto tiene, en el mejor de los casos, que dejarle al dueño 20% de lo que consiga exprimirle, que hasta a un capital dormido le cae la ficha del interés como la de un taxi, que los recaudadores de impuestos están habilitados en las ganancias y son igual de implacables ante las pérdidas.
Ningún productor se chupa el dedo a la hora de liquidar el impuesto al valor agregado. Lo hace lo más tarde que puede y con el gotero entrecerrado. Es una alternativa financiera que aprendió tras la crisis de 2001. Decide que es preferible deberle algún «puchito» al fisco antes que andar peregrinando para recuperar un crédito por diferencias a favor en la cuenta.
Y si antes le dolía en el alma meter la mano en el bolsillo para pagar por anticipado la «farmacia agrícola», ahora lo mitiga pensando en los quintales de más que obtendrá al cargar los camiones rumbo al acopio.
En muchos casos, inclusive, acuerda con el propio acopiador el aprovisionamiento de los remedios. Actualmente, este intermediario asumió el rol de almacén de ramos generales para la mayoría de los campos en producción. Entregan desde semillas, insumos, labranzas, servicios, hasta proyectos inmobiliarios en la zona para canalizar la bonanza agrícola.
Nuevo milenio
Hay un nuevo campo desde comienzos del milenio. Entre la incorporación cada año, en Asia, de 100 millones de nuevas bocas para alimentar y los conflictos en torno del petróleo, explotó la demanda y los precios internacionales, respectivamente. La Argentina es uno de los países del orbe de mayor generosidad territorial apta para cultivos. Al igual que Brasil, son los únicos que aún disponen de tierras marginadas de la producción para incorporar, aunque requieran de inversiones.
Los estudiosos de la economía agraria ubican por estos tiempos en US$ 15.000 millones al año el capital que se destina a maquinarias e insumos, frente a exportaciones que se aproximan al doble de este monto.
Los agroquímicos, asociados íntimamente al rendimiento de cada metro de suelo, saltaron 50% en la primera mitad de la década. Venden 214 millones de litros por valor de US$ 965 millones al año, con una tasa de crecimiento de 7% anual, según se desprende de un informe sectorial elaborado por Key Market.
Las tres cuartas partes de la facturación anual se distribuye entre seis compañías multinacionales, pero empieza a advertirse un incipiente despegue de Pyme regionales que se posicionan aprovechando los principios activos de uso masivo traídos por aquellas bajo protección de patentes. Fueron, en ese sentido, muy sonados los casos de denuncias y embargos por plagio trabados por Monsanto en puertos de destino a cargamentos que utilizaron híbridos y tratamientos que reivindicaban como de registro propio. Un caso estructural similar al de la industria farmacéutica.
Hay nada más que cuatro nombres, todos ellos de capital extranjero, que se repiten al frente de los principales rubros del sector: Monsanto, Bayer, Syngenta y Basf.
Precisamente, esta última, junto con Bayer y Syngenta, lideraron la inesperada proyección que tuvo en los dos años recientes el segmento de los fungicidas, que duplicó su participación en la “torta” de los agroquímicos y catapultó la facturación 200% gracias también a la soja. Y eso que los precios promedio en 2004 se encontraban 40% debajo de 1997.
Sucedió que una plaga denominada roya venía asolando los sembrados brasileños y paraguayos de soja y, antes que cruzara la frontera, se topó con un frente de combate que armaron entre el gobierno nacional, los productores y la industria. Se creó, en consecuencia, un arsenal de fungicidas específicos para atacar el gen invasor, lo cual tras el acuerdo demandó ingentes inversiones tanto a los laboratorios cuanto a los productores. La plaga se controló bastante antes de lo previsto, y las cajas de remedios quedaron apiladas en los galpones. Por eso, las estadísticas del año pasado no mueven la aguja de la vedette de los anteriores: los fungicidas.
Hierba mala
En volúmenes y tradición es, sin embargo, el segmento de los herbicidas el que absorbe 5,5 de cada 10 dólares destinados en el país a agroquímicos, y entre tres empresas se reparten casi 70% de ese mercado, aunque con un claro predominio de una, la estadounidense Monsanto, cuyo liderazgo se vincula directamente con la explosión que tuvo la llamada soja transgénica, tratada mediante el herbicida que utiliza glifosato, que es el que explica su nivel de venta local. Como el crecimiento del área sembrada de las últimas campañas es lineal a la implantación de la soja (4 millones de hectáreas), en gran parte su desmalezamiento siguió esa corriente tecnológica conocida como transgénica.
Entre el glifosato de marca y los genéricos embolsaron casi US$ 500 millones en un año y representan 45% del mercado, principalmente como consecuencia de la expansión de la soja. Ahora también entraron a tallar commodities chinos.
La tecnología aparece asociada al cambio cultural productivo en el agro, donde la siembra directa ya abarca 60% de los campos en actividad.
La euforia de percibir US$ 4,50 por un kilo que un año antes devengaba US$ 3,30 y el hecho de usar como insumo un etanol subsidiado (gracias a las retenciones al petróleo) disimularon el malhumor que ocasiona al productor la persistencia de un elevado impuesto a la exportación, que se expresa en retenciones.
Así, se sintió estimulado a invertir la rentabilidad alcanzada, para lo cual tomó como referencia la relación entre esos valores y el capital inmobiliario, también creciente.
El amesetamiento de la facturación de agroquímicos desde el año pasado indica, por un lado, la acumulación de inventarios de fungicidas por la ya aventada roya de la soja, pero también esboza una recomposición interna de los precios asumidos por los consumidores masivos, que empieza a privilegiar los principios activos por sobre los productos de marca, varias veces más caros.
El equilibrio arribado entre precios y costos obliga ahora a afilar el lápiz. Las cotizaciones internacionales de los cereales y oleaginosas han comenzado a ceder como consecuencia de la recuperación productiva de algunos países con alto poder de demanda, como China. No es para que nadie sienta que se viene la noche, sino para estudiar menués alternativos de producción.
Por ejemplo, el maíz vuelve a ser una alternativa interesante a pesar de sus altos costos de producción, porque los semilleros y curadores se concentraron en los híbridos para abaratarlos. Hacia ahí apuntan sus cañones compañías como Bayer (ver nota en esta edición), antes sesgadas hacia los insecticidas y acaricidas, y que apostaron por mantenerse en la tecnología «no glifosados», contraria a la de los exitosos transgénicos.
La frontera a conquistar
Sin embargo, el gran negocio que se presenta ante las compañías agroquímicas son los 5 millones de hectáreas potenciales que aún resta incorporar a la producción. La perspectiva de desmalezar estimula el desarrollo de una oferta local de herbicidas que ya abastece la mitad de la demanda. A su vez, atrae productos chinos y genéricos, lo cual significa reducción de los precios.
Y en lo más selectivo, asoma como futuro el saneamiento en los propios semilleros. Pese a la asociación internacional de las grandes corporaciones, en el orden doméstico y regional aparecen cada vez más emprendimientos.
Por eso, la batalla comercial desplaza actualmente su eje hacia los contactos directos con el productor y hoy la clave masiva pase por los acopiadores, que concentran el flujo de las compras y servicios.
La alta tecnología saltó por sobre los centros de experimentación estatales para abordar directamente al que puede pagarla: el productor-empresario, cuya escala de inversiones en aras de una rentabilidad enfocada desde plazos diferentes absorbe el plus de la innovación y desarrollo que suelen ofrecer las compañías multinacionales.